jueves, 9 de junio de 2011

Entrevista a Peter El Rojo

Diario El Mercurio
7/03/1924




“No me seducía imitar a los humanos, sólo buscaba una salida”

Peter El Rojo nos habla de su pasado y su evolución como ser humano desde que, en 1917, escribió su famoso “Informe para una Academia”

Por: Walter Pérez Rodríguez


Sus escasos noventa centímetros de altura se dirigieron hacia mí con una afable sonrisa en el rostro. Noté que su pierna derecha renqueaba un poco más que la última vez que nos vimos; sin embargo, su característico porte, disimulaba muy bien el pequeño cojeo. Vestía una levita bastante decimonónica. Al percatarse de mi mirada hacia los volantes de su traje, sonrió y dijo que era su vestuario para una obra que estrenaría próximamente; se encontraba ensayando cuando yo llegué. Me tendió la mano con cortesía; al estrecharla, sentí lo mismo que aquél día en que nos conocimos: la fuerza salvaje de unos músculos creados para el rigor de la selva.

Nos encontrábamos en su estudio, sobre su escritorio se encontraba “El arte del buen vivir” de Schopenhauer, y un guión teatral cuyos título y autor no pude distinguir. Nos rodeaba una gran biblioteca, cientos de volúmenes, abarcando todo tipo de temas. Al notar mi distraída atención sobre los libros que se amontonaban en las paredes, me sonrió y dijo que muchos le habían sido regalados, que había leído un poco más de la mitad de ellos y que para su instrucción habían sido fundamentales los volúmenes de la onceava edición de la Enciclopedia Británica.

Su rostro revela inteligencia, poco o nada de su pasado bestial sobrevive en sus expresiones. Es inquietante observar por primera vez un rostro de simio con tales expresiones humanas; si bien podemos adivinar- o imaginar- ciertos pensamientos de alguna profundidad en el rostro de los simios, nunca olvidamos que a fin de cuenta son simios. Con Peter es diferente, su rostro es tan humano que al cabo de un rato de buena conversación, olvidas que dialogas con un mono. Muchos hombres, cuando conversan, más bien nos recuerdan nuestro pasado simiesco; con Peter sucede lo contrario, asaltan a mi mente pensamientos sobre cómo mi amigo se convierte rápidamente en alguien más humano que muchos autoproclamados humanos.

“¡Pero si ya casi todo lo referente a mi pasado lo he explicado en el Informe!”, me dijo entre risas refiriéndose al informe que hubo escrito a petición de la Academia de Ciencias. Sin embargo, al decirle que muchos quizás no lo han leído y que era mi querer presentar en el Diario una imagen de él lo más acorde a la realidad, me dijo que entonces habláramos un poco al respecto.

-Siete años han transcurrido desde tu “Informe para una Academia”, ¿Sientes que ahora es aún más difícil para tí hablar de tu pasado simiesco?

- Me es igual de difícil que en ese entonces. Una obstinada negación de mi mismo, una sistemática supresión de mi Yo simiesco, fue la que me permitió la humanización de mi persona. Ya en ese entonces declaraba que mi pasado de simio no se podría encontrar más cercano a mí, que el de ustedes como especie evolucionada del mismo antepasado primigenio. No existía la posibilidad de vuelta atrás luego de cruzar el umbral. Umbral que, de tan empequeñecido, necesitaría mi completo desollamiento para poder ser atravesado.

Luego de expresar esto, Peter, en silencio, pensó por un par de minutos; después de los cuales me dijo:

- Pensándolo bien, los recuerdos se han ido borrando cada vez más; ya queda poco de ellos. Además, expresar aquella vieja verdad simiesca en términos del lenguaje humano, lo hace aún más difícil. Ahora que todo mi pensamiento consciente está estructurado a partir del lenguaje del hombre, aquella vieja verdad de mono ha fenecido.

-Claro, ya de eso nos habías hablado en el Informe. Sin embargo, ¿aún recuerdas los hechos que en él relataste?

-Sí, por supuesto. Los recuerdo. Aunque algunos detalles se hayan vuelto un poco más nebulosos de lo que eran hace siete años. Pero aún puedo referirme descriptivamente a lo que viví en ese tiempo transcurrido desde mi captura. El tiempo de mi transformación. Ahora, sobre lo que sucedió antes, cuando vivía con mis compañeros monos, mi infancia en los árboles, la lucha por la existencia en la selva, está casi completamente enterrado o, más bien, suprimido de mi memoria. De los hechos y sensaciones de esa vida, poco puedo decir, más allá de algo muy general. Aunque, creo yo, siempre podré decir algo al respecto.

-¿Siempre algo permanecerá del pasado simiesco?

- Sí, aunque no más que en cualquier hombre. Aristóteles y Nietzsche, el gran Aquiles, Rousseau o Dante, en todos ellos el pasado simiesco cosquilleaba sus talones.

-¿Más aún en el de Aquiles no?- le digo con una sonrisa.

- Sí, claro, todo el resto de su cuerpo era inmune a las cosquillas simiescas. Su pobre talón mortal habrá de haber soportado una tortura china- dijo Peter antes de que nuestras palabras se confundieran entre risas.

Y, ¿cómo describir la risa de Peter? Es necesario escucharla para comprender a qué me refiero. No es una risa de simio, es totalmente humana, pero tiene la particularidad de que contrasta con su voz, de tono casi magnánimo, por ser una risa infantil. Cuan reconfortante es reír con él, hace unos años era mucho más serio; pero desde ese entonces, y más luego dejar un poco los music halls vaudevillianos, su seriedad ha devenido en sabiduría y buen humor.

Luego de la ronda de risas, le dije que le haría una pregunta con temor a que su formulación pareciera banal:

- ¿Cómo piensan los simios?

- No es nada banal aunque lo parezca. Más banal quizá parezca mi respuesta: como ya he dicho, piensan con la barriga. No sé cómo explicarlo de otra manera. Es difícil traducir la forma de pensamiento animal a las palabras humanas. No están hechas para ello. Además, me es hasta difícil entenderlo, dada la nueva condición de mi pensamiento. Y lo que entiendo, no puede ser explicado. Todo pensamiento humano es antropomorfizante.

- Cuando hablas de que piensan con la barriga, ¿te refieres al instinto?

- No, la concepción humana de instinto es insuficiente. También existe pensamiento, pero muy rudimentario y diferente al humano. Con la barriga, pues- dice con una sonrisa- Recuerdo una memorable conversación que tuve hace unos cuatro años con Piotr Kropotkin, el pensador ruso, sobre la naturaleza humana. Hablábamos sobre la existencia o inexistencia del instinto en el ser humano. Yo le expliqué cual es mi punto de vista: los humanos no poseen instinto. Son todo adaptabilidad y creación de la humanidad a través de las relaciones sociales. He sabido de niños ferales que, luego de vivir con gallinas, actúan exactamente como esas aves; no poseen un instinto innato que les oriente hacia el actuar humano. Eso se debe a que, según mis conclusiones, que puedo avalar por mi experiencia de humanización, el hombre perdió el instinto al evolucionar. Es decir, la humanidad está en la cultura. Por ello, yo, al perder mi instinto, pude adaptarme a la humanidad. Claro, no sé si otros animales puedan llegar a hacerlo. Si para mí fue bastante difícil, aún teniendo como base el pensamiento con la barriga, imagino que en animales de puro instinto lo será más o aún imposible.

- Un argentino, el señor Leopoldo Lugones, en 1906 publicó su relato sobre su experiencia al intentar enseñar a hablar a un chimpancé. Él se refiere a un mito de los habitantes de Java: ellos decían que los monos “no hablan para que no los hagan trabajar”. De ello intuyó lo que convertiría en un postulado antropológico: “los monos fueron hombres que, por una u otra razón, dejaron de hablar”. ¿Qué piensas al respecto?

- Pienso que nos adentraríamos en océanos místicos si aceptáramos ese postulado. En esta época cientificista es difícil apoyar eso. Si consideráramos a los monos como involución de hombres, deberíamos aceptar el Lamarckismo, y sólo aceptarlo en ése ámbito de la naturaleza. No obstante, según la fisiología y la biología, los monos no podrían hablar, ¿cierto?
Se acercaba la tarde cuando hicimos una pausa para comer algunas galletas, frutas y leche con miel. Fueron llevadas por una pequeña chimpancé que lo acompaña desde hace ya unos ocho años. A ella se refirió en su Informe, así que me apresuré para hacerle una pregunta, aunque temiendo amargar nuestro refrigerio.

-Aún… cuando la ves…-dije con voz entrecortada- A lo que respondió, notando mi incomodidad:

-Sí, aún no puedo verla a los ojos. Esa locura de animal semiamaestrado que destila su mirada, y que sólo yo puedo notar, me es insoportable. No hay nada en ella, sólo un instinto doblegado por la sumisión a la esclavitud de unos modales impuestos. Sin embargo, ya no puede convivir con sus congéneres. Por esta razón, sigue viviendo en la casa. Aún después de que mi empresario se haya marchado por mi negativa a vivir eternamente de la actuación burlesca en music halls.

Como lo temía, la mirada de Peter se tornó algo sombría, cambiando así un poco el tono ligero que había tenido la conversación. Tanteó el cuello de su levita y con la otra mano tomó su cola, cerró los ojos y posó su nuca en el espaldar de la silla. No me atreví a interrumpirlo. Algo estaba ocurriendo en su interior. Recordé aquel día en que paseamos por un zoológico, ambos odiamos los zoológicos, pero fuimos para allá a instancias de su empresario, pues en una tienda dispuesta para ello, Peter iba a presentar su acto. La misma mirada, seguramente un proceso similar en su espíritu. “Por eso elegí esta salida” dijo aquella jornada frente a las jaulas de los monos.

Al cabo de un rato, unos pocos minutos, una continuidad infinita de tiempos, no sabría decirlo, abrió los ojos y me dijo:

-No me seducía imitar a los humanos, sólo buscaba una salida, no libertad, sino una salida. En aquella diminuta jaula, con los barrotes incrustados en el lomo, navegando desde la Costa de Oro a Hamburgo, ¿qué otra salida se me presentaba como posible? Era la jaula o el suicidio, y no se me apetecía el suicidio, pues no buscaba la libertad sino simplemente una salida, algo para romper con la inmovilidad enclaustrada en que me encontraba. Un paso hacia otro estado. De ahí mi empeño en imitar a los hombres. Hace unos meses tuve una conversación con el filósofo Alfred North Whitehead, hablamos sobre la vida o la mera existencia como un proceso, algo ya preconizado por Heráclito, le decía que nadie mejor que el animal comprendía la fatalidad de esta verdad. Acostumbrados a tener infinidad de salidas, el no encontrarse con ninguna significa la muerte, o el nacimiento de una potencial sumisión al amansamiento, lo cual es lo mismo, pero sin el confort de la inexistencia. Sabemos, en la barriga, de alguna forma, que todo es y debe ser un proceso.

- ¿Te arrepientes de tu decisión? ¿Sientes nostalgia de la vida de simio?

- No, no me arrepiento. Fue la salida que se me presentó y la tomé, y así como se puede conocer la felicidad, o algo en las tripas parecido a ello, en la vida simiesca, también se puede conocer en la vida humana, he ahí lo importante. No estoy enjaulado, pasé de la jaula del barco a los teatros de variedades, de esos music halls, al teatro serio, he conocido la literatura, la filosofía, una vida más allá de los placeres físicos. Necesariamente al ser humano se necesita esa vida metafísica si se quiere probar la felicidad. Los monos no, quizá esa simpleza les anote un punto a favor… Tampoco sienten esa soledad metafísica que nace de la conciencia de sí mismo.

Volvió a cerrar los ojos y unos minutos después me dijo:

-Los monos no podemos llorar, pero nuestra alma puede hacerlo.

¿Cómo en tan poco tiempo el alma de un humilde mono, no sólo ha cruzado los umbrales de la animalidad, sino que se ha encumbrado en las cúspides de la posibilidad del pensamiento humano? Una sonrisa condescendiente cruza nuestros labios al recordar a Platón, o al más antiguo Pitágoras, y su defensa de la transmigración de las almas. Sonreímos como disculpando la ingenuidad de tan inocente postulado, defendido con ahínco en la niñez del pensamiento. A eso nos ha llevado nuestra fe en la Ciencia. Sin embargo, ¿de qué otra forma explicar la sabiduría de Peter? La anamnesis platónica se devela como única respuesta plausible; así como, la eternidad de las almas y su transmigración entre humanos y sus hermanos monos.